Los días se arrastraban, cada uno más pesado que el anterior. Bianca vivía a diario bajo el gélido manto de la ignorancia de su madre, Vivian, quien rara vez le dirigía la palabra, salvo para un reproche velado. Su padre, Bruno, aunque menos brusco, mantenía una distancia abismal, una frialdad que dolía más que cualquier grito. Por eso, cuando un día lo vio frente a ella, mirándola a los ojos y dirigiéndole un saludo, Bianca se aturdió por un segundo. La voz de su padre era grave, inusual. —Bianca —emitió Bruno, su tono neutro pero firme—. Necesito hablar contigo. Te espero en la sala. —Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y desapareció.Llena de una creciente desconfianza, Bianca se dirigió lentamente a la sala, cada paso una carga pesada. Al entrar, notó que su padre tenía compañía. Allí estaba Vivian, sentada en el sofá, su postura rígida y su rostro contraído, irradiando un palpable enojo. Bianca se sentó también, sus movimientos lentos y precavidos, como si cada articulación
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