El pasaje descendía en una espiral interminable, cada peldaño de piedra pulida por siglos de humedad. La oscuridad era casi total, apenas quebrada por la débil luz de la linterna de Christina que Kael sostenía ahora, sus llamas danzando con el aire húmedo y salino. Podían sentir el cambio; la tierra, que antes los oprimía, comenzaba a ceder ante la inmensidad del mar. El murmullo de las olas se transformó de un susurro lejano a un rugido constante, una promesa atronadora de libertad.

Sus pasos resonaban en el angosto túnel, un ritmo constante que se mezclaba con el eco de sus propios corazones. El aire se volvió frío y cortante, trayendo consigo el inconfundible aroma a salitre y algas marinas. Podían oír el viento ulular, no entre las paredes del castillo, sino libre, salvaje, como si estuvieran ya en la cima de un acantilado. La adrenalina les quemaba en las venas, un calor que contrarrestaba el frío gélido del pasadizo.

Kael se detuvo de golpe, levantando una mano. Christina chocó s