El aire en los túneles era frío, húmedo, y olía a tierra mojada y a siglos de olvido. No había luz, solo la oscuridad más completa, tan densa que no podía ver mi propia mano. La pequeña linterna de aceite que había tomado de mi habitación era mi única amiga. Su débil llama parpadea, arrojando sombras danzantes sobre las paredes de piedra tosca.

Con el corazón latiendo fuerte, me moví por el túnel. Era estrecho, apenas lo suficientemente ancho para una persona. Tuve que arrastrarme por algunos tramos, con el polvo y las telarañas rozándome la cara. Hilda no había podido hablar, pero su empujón gentil y su susurro habían indicado el camino. Era un laberinto, como había dicho en sus historias.

El tiempo se sentía distorsionado bajo tierra. ¿Habían pasado minutos, horas? No lo sabía. Mis oídos estaban atentos a cualquier sonido: un paso, un murmullo, el goteo constante de agua. El miedo era una presencia constante, pero la determinación de encontrar la salida era más fuerte.

El túnel se ra