Capítulo 4
Me tiraron al suelo con fuerza.

Luna puso su pie sobre mi cara y empezó a frotarlo de manera despectiva, como si fuera una basura.

—¡No grites, carajo!

Luna miró con desdén a uno de los hombres.

—¡Apúrale, hazlo rápido!

La miré a Eduardo, sintiendo el dolor en cada parte de mi cuerpo, rogándole con la mirada.

—Esto es lo único que me dejó Fernando, por favor...

Antes, Fernando era el que más cerca estaba de Eduardo.

La oportunidad que tuvo de trabajar con Luis fue porque le salvó la vida a Eduardo.

Casi todo lo que tenía que ver con Fernando, él lo sabía.

Incluso los lugares donde nos hicimos los tatuajes, también fue él quien nos llevó.

Esperaba que se acordara de todo eso y que no fuera tan cabrón conmigo.

Pero Eduardo no me daba ni la mínima atención.

—¡Nunca debiste haberte metido con Luis! ¡Si hoy no te mato, algún día Luis va a acabar en problemas por tu culpa!

Luna soltó una risa descontrolada.

—¿Aún crees que vas a dar lástima para que te tengan piedad?

Con esas palabras, agarró un cuchillo y empezó a cortar mi tatuaje.

El dolor punzante me hizo temblar, pero eso solo la hizo cortar con más fuerza.

Cuando arrancó el tatuaje, mi brazo quedó destrozado, hasta se veía el hueso.

Me desmayé varias veces, pero me despertaron echándome agua salada en la cara.

Pero Luna no se conformaba, mandó a uno de los tipos a que me sujetara la mandíbula, y empezó a echarme agua caliente en la boca.

El ardor subió por mi garganta y se metió rápido hasta mis entrañas.

Abrí la boca, pero no pude hacer ni un sonido.

Me acurruqué en el suelo, ya sin fuerzas, toda cubierta de sangre.

Luna, impaciente, miró hacia la puerta.

Los perros no dejaban de ladrar.

—¡Métanla en la jaula!

Me levantaron y me arrastraron con desprecio hasta la puerta.

Sobre el suelo blanco quedaba una mancha grande de sangre.

Eduardo se puso frente a mí.

—¡Ya basta!

Luna lo empujó, riéndose.

—¿Qué? ¿Ya te ablandaste o qué? ¡No olvides que fuiste tú el que dijo que venía a darle su merecido a esta perra!

Luna me dio una patada tan fuerte que caí al suelo, y sin piedad me arrancó la ropa.

Me quedé ahí, inmóvil, dejándola hacer lo que quisiera.

Este cuerpo ya no tenía sentido para mí. Cuando supe que Fernando estaba muerto, me morí con él.

Solo miraba, en silencio, la jaula cerrada.

El perro frente a mí, loco por el olor a sangre, saltó y me mordió la pantorrilla.

Luna, emocionada, levantó su celular y empezó a grabar, mirando la escena con una sonrisa lasciva.

—Antes estabas muy pinche arrogante, ¿no? ¡Levántate y habla!

Luna se rio, altanera.

Eduardo estaba parado junto a ella, observando todo con total indiferencia.

No sabía si Fernando se arrepentía de haberle salvado la vida.

Probablemente no.

Él nunca se arrepentiría de lo que hacía.

Yo yacía ahí, en el suelo, dejando que las pequeñas memorias me adormecieran del dolor, mientras mi cuerpo se desmoronaba.

El perro arrancó un trozo de carne de mi pierna y lo devoró.

Ya no me resistí. Eso hizo que Luna perdiera todo el interés.

Justo cuando el perro se preparaba para atacarme de nuevo, algo raro pasó.

De repente, el perro se tumbó en el suelo, inmóvil.

Me sorprendí.

Una voz llena de furia sonó detrás de mí.

—¿Quién los dejó entrar?

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