Luna me levantó del suelo, me agarró del cabello con tal brutalidad que casi me arranca el cuero cabelludo y luego me estampó contra la pared. El dolor en mi cabeza me dejó al borde de la inconsciencia, pero aún con todo, pude aferrarme a la realidad lo suficiente como para aferrarme con fuerza a su mano.
Levanté la vista y, con un toque de sarcasmo, le solté:
—Si Luis se entera de que estás haciendo un escándalo aquí, no te lo va a perdonar. ¿Encerrarme? Lo hace solo para protegerme. Y con la posición que tiene, ¿de veras crees que declararte su novia te beneficia en algo?
Luna soltó una risa cruel, llena de desprecio.
—¿De veras crees que no sabe que vine? No te hagas ideas sobre ser la única en su vida. No eres más que...
No terminó la frase. Sus ojos se clavaron en mí con furia, y ahí fue cuando vio el collar que Luis me había puesto la noche anterior, especialmente para mí.
—¿Cómo tienes esto aquí? —preguntó, y la furia le vibró en la voz.
Luna, fuera de sí, trató de arrancarme el collar a la fuerza. Lo intentó una y otra vez, furiosa y sin éxito, hasta que me dejó marcas de sangre en el cuello.
No pude evitar gritar del dolor, y mi mirada buscó el exterior, como si algo o alguien pudiera salvarme. Pero no había nadie. Los guardaespaldas de Luis, que estaban asignados a la isla, ya se habían esfumado, como por arte de magia. Solo los hombres de Luna estaban ahí.
Finalmente, consiguió arrancarme el collar. Lo miró en su mano, y sus ojos brillaron con una codicia insaciable.
—Escuché que Luis pagó unos millones por esto en una subasta... ¿Esto fue lo que compró?
Yo, tirada en el suelo, temblando de dolor, miraba a Eduardo, que parecía estar tranquilo, conversando con Luna. Sin él, Luna nunca habría llegado hasta la isla, así que pensaba que su presencia aquí era un favor de Luis.
Eduardo se quedó en silencio por un momento, lanzándole una mirada sombría a Luna.
—Primero, haz lo que vinimos a hacer. No tenemos todo el día.
Pero Luna estaba tan descontrolada que ni siquiera lo escuchó. Como si su rabia la cegara, continuó:
—¿Qué prisa hay? Aún ni empiezo a darle su lección.
Sacó un cuchillo de frutas, de esos grandes y afilados, y lo pasó lentamente por mi rostro.
—Si te matara ahora, ¿no te ahorraría un chorro de sufrimiento? Quiero que sufras, que vivas un infierno, que llegues a desear estar muerta.
Con esas palabras, Luna dio la orden de que me inmovilizaran. Los hombres la obedecieron al instante, sujetándome con fuerza mientras ella, con una brutalidad indescriptible, empezó a cortar mi piel con la punta del cuchillo. El dolor era tan insoportable que mi visión comenzó a desdibujarse. Pero Luna no se detenía, y sus ataques se volvían cada vez más crueles.
Poco a poco, mi rostro se volvió irreconocible.
—Mira, ven a ver. —dijo Luna, y su risa estridente llenó la habitación.
Me obligaron a mirar al espejo. La imagen de mi rostro, desfigurado y cubierto de sangre, me aterraba. El dolor había llegado a tal punto que ya no pensaba en nada más. Solo quedaba el vacío, y la pregunta que no dejaba de martillarme: después de todo esto, ¿sería Fernando capaz de reconocerme?
Instintivamente, llevé la mano al tatuaje que tenía en el brazo. Fernando también lo tenía. Era un símbolo que nos hicimos juntos antes de su desaparición. Él se tatuó una rosa, y yo me hice una hermosa montaña.
Me había prometido que, cuando todo esto terminara, me llevaría a su pueblo, que nos casaríamos y viviríamos juntos para siempre. Pero esas promesas se las llevó el viento poco después de que desapareciera.
—¿Qué es esto? —dijo Luna, levantando la manga de mi camisa— ¡Maldita perra! ¿Usas este truco para enamorar a los hombres? ¡Córtate ese tatuaje!
—¡No! —grité, aterrada.
Ese tatuaje era lo único que me quedaba de Fernando. Era el lazo que aún me unía a él, la razón por la que seguía viva en esa isla desierta. No podía dejar que me lo quitara.
Me resistí con todas mis fuerzas, pero los hombres de Luna me sujetaban con una violencia inhumana, y las heridas en mi rostro se abrían aún más. Ya no podía defenderme de ellos.