La Búsqueda
La Búsqueda
Por: Verónica
Capítulo 1
Luis regresó a la isla después de dos semanas.

Me acomodé el chal que traía puesto y ni lo voltee a ver. Luis, rengueando, se acercó despacio y su voz sonó extrañamente tranquila.

—Fue mi culpa lo de la última vez. Te pido perdón.

Diciendo eso, abrió una cajita de madera, toda elegante.

Adentro, había un collar de jade morado.

—¡Glorita! Es tu regalo de cumpleaños. Estoy seguro de que te va a gustar.

Mis ojos, sorprendidos, recorrieron el collar y luego se clavaron en su cara.

Tenía la mirada tierna, como si de verdad le importara.

Pero justo cuando estaba a punto de creerle, un grito desgarrador se oyó desde afuera.

—¡No quiero comerla! Esto no tiene nada que ver con el sirviente.

El problema era que la fruta en la mesa ya tenía rato ahí y se había echado a perder. Pero Luis, como siempre, sacó lo peor: quería cortar en pedazos al sirviente y echarlos al mar para alimentar a los peces.

Luis ni se inmutó. En cambio, trató de ponerme el collar alrededor del cuello.

El jade estaba helado, y el frío me recorrió como un escalofrío.

—¿Ya volviste? —le solté, cortante.

—Sí.

Me reí, pero con amargura.

—¡Qué rápido!

Luis sonrió de lado, con esa calma que siempre me ponía los pelos de punta.

—Casi no salgo con vida para verte.

No pude ocultar mi cara de puro desdén.

Él soltó una risa, medio burlona, y empezó a acariciarme el cabello, como si no pasara nada.

—¡Qué ingrata! ¿Así me pagas? Este regalo lo escogí yo mismo para ti.

No le respondí. Era raro que él me abrazara con tanta suavidad. Pero luego vino lo peor, lo que me dejó fría:

—Si yo muero, nunca vas a saber dónde está enterrado Fernando.

Seguía sonriendo, pero sus ojos ya no tenían ni rastro de ternura. Eran crueles, calculadores.

Mi boca, que estaba tensa, se relajó un poco. Le sonreí en silencio.

¡Ahí estaba el verdadero Luis!

Ese Luis que sabía perfectamente cómo aprovecharse de las debilidades de los demás, cómo exprimirles el alma hasta dejarlos vacíos o muertos.

Habían pasado seis meses.

Tres desde que Fernando desapareció.

Ese día estaba en la puerta trasera de un club al que él iba seguido. Fue ahí donde me topé con Luis, gravemente herido.

Le habían destrozado una pierna, casi se la arrancaron, y la sangre no dejaba de brotar.

Me quedé paralizada y luego empecé a llorar.

No podía dejarlo morir. ¡Todavía no sabía qué había pasado con Fernando!

Pero ni siquiera alcancé a llamar a emergencias.

Luis, con lo poco de fuerza que le quedaba, me puso un cuchillo en el cuello y gruñó:

—¡Ve al muelle!

En eso apareció su compinche, Eduardo, y me reconoció al instante:

—¡Es la novia de Fernando! No podemos dejarla viva.

Luis me miró con frialdad, sin decir ni una palabra.

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