El agua de la tina ya estaba tibia cuando Roderick y Azalea decidieron salir. Él se puso de pie primero, goteando como un dios mitológico recién salido del mar. Azalea lo miró con una ceja levantada.
—Podrías al menos fingir que no sabes lo que haces con ese cuerpo.
Roderick rió y se inclinó hacia ella.
—No es mi culpa si me entrenaron para ser un príncipe en todo sentido.
Azalea resopló, divertida, y extendió los brazos. Él la tomó en ellos como si no pesara más que un libro de poemas. Salieron de la bañera, ella aferrada a su cuello, envuelta en una toalla, mientras él caminaba hacia la cama con paso firme.
—Podrías dejarme caminar...
—Podría —dijo—, pero entonces no tendría excusa para admirarte tanto.
Ella rodó los ojos, aunque sus mejillas se encendieron. Una vez en la cama, la depositó con suavidad entre las sábanas limpias, y sin mucha ceremonia, volvió a deslizarse entre sus piernas. La cuarta ronda había sido lenta, pero esta fue más juguetona, casi como una travesura compart