Malahia parpadeó, atónita.
Lo miró bien. Ese macho se erguía más frío, más imponente que nunca. Sus ojos verdes eran profundos, pero lejanos, como si ya no la vieran.
—¿Qué pasa? —susurró ella con voz quebrada, intentando sonar insinuante—. ¿Acaso hay algo mal? Soy tu concubina. Aunque no quieras por respeto… podemos tener sexo. Nadie dirá nada. Tómame… ya no me importa si te sigues acostando con esa loba lunar… con esa perra cualquiera.
Raymond bajó la mirada hacia ella, y su voz fue dura:
—No he venido para hacerte el amor, Malahia.
El aire se tensó de inmediato. La sonrisa de Malahia se congeló.
Ese macho respiró profundo, como si contuviera un rugido.
—No te haría algo tan horrible —dijo con voz áspera—. Acostarme contigo cuando he hecho lo que hice con ella. No estaré tranquilo hasta que esa hembra dé a luz… y se largue de mi vida a morirse por su propósito.
Malahia retrocedió un paso, como si esas palabras fueran bofetadas. El fuego en sus ojos se transformó e