Dominic Ivankov

El sótano olía a orina vieja y miedo fresco.

Nadia colgaba de las muñecas esposadas a la tubería del techo, sus pies descalzos, apenas rozando el concreto manchado. La bombilla desnuda parpadeaba sobre nosotros, proyectando sombras espasmódicas que bailaban al ritmo de sus jadeos.

—Pozhaluysta... —suplicó con voz rota, la saliva mezclada con sangre goteando de su labio partido.

Ajusté los guantes de látex con un chasquido. El sonido hizo que su cuerpo se estremeciera.

—Por favor, ¿crees que esa palabra va a limpiar tus traiciones? —dije, sacando el taser de mi cinturón. El dispositivo zumbó, al activarse, los electrodos brillando con un aura azulada.

Ella cerró los ojos. Error.

La descarga le golpeó justo debajo de la clavícula. Su cuerpo se arqueó como un violín demasiado tenso, los músculos contrayéndose hasta que las esposas mordieron su carne. El grito que escapó de su garganta hizo vibrar los frascos de vidrio en los estantes.

—¡¡DOMINIC!!

Esper