Hunter ni siquiera la había llamado ni le había preguntado cómo estaba. No era su compañero. Solo era otro lobo en su vida. Diosa, ni siquiera estaba en su vida. Solo estaba... ahí.
¡Por Dios! Se comportaba como una colegiala que descubrió en el recreo que le gustaba a un chico. En cambio, era una virgen de treinta y tantos que por fin se había encontrado cara a cara con su pareja y se había marchado antes de que él pudiera hacerlo primero.
Aún sentía el calor de sus manos en sus brazos, la firmeza de su pecho contra su cuerpo al atraparla. Se le encendió el rostro al recordar por qué la había sujetado. Claro que había tropezado como una idiota y tuvo que pedirle al Alfa, grande y malvado, que la sujetara y la salvara del suelo maligno.
Ella se sorprendió de no haberse desmayado y aferrado a sus perlas al verlo.
Diosa, ella no se gustaba a sí misma en ese momento.
Puede que no fuera una luchadora, pero no era una jovencita cobarde que nunca había visto a un hombre. La única razón por