4. LA PROMESA ANTICIPADA

La idea me arranca una sonrisa torcida. ¿Acercarme ahora al príncipe Riven y soltarle: "Aliémonos, evitemos que tu enamoradizo hermano y mi resbalosa hermana nos asesinen". Ni en los cuentos más baratos de magia y romance eso funciona así.

No. El tablero necesita tiempo. Cada pieza debe moverse en silencio hasta que llegue el momento.

Hoy es solo un encantador niño de doce años con un libro entre las manos y unos ojos que todos temen mirar. En seis años será distinto: un guerrero endurecido por batallas y el rechazo de quienes debieron amarlo. Un nombre que provoca temblores. Y yo... yo también seré otra. No reina, quizás, pero lista, calculadora, y con una sola certeza: no permitiré que ellos sean felices.

—No se preocupe por mí, alteza —digo con la mejor de mis sonrisas—. Puedo ir sola a la fuente. Así podrá seguir disfrutando de su paseo con... las señoritas.

El gesto de Liam se quiebra por un instante. Parpadea, como si la palabra "sola" fuera en un idioma desconocido. Luego recompone la sonrisa, cortés, con los hoyuelos marcándole el rostro.

—Imposible, Lady Margareth. Mi madre me confió su cuidado. No puedo desobedecer.

Las niñas detrás de él suspiran en coro. Yo casi pongo los ojos en blanco.

Un paso firme a mi lado cambia la escena.

—Dile a la reina que yo la acompaño —la voz de Riven corta el aire—. No está sola.

El calor me sube al rostro antes de poder evitarlo. Él se coloca a mi altura, y los murmullos se esparcen como abejas inquietas.

—¿Está de acuerdo, Lady Margareth? —me pregunta con una seriedad que me deja sin aire.

Solo logro asentir, torpe, mientras la sonrisa de Liam se endurece.

—Como quieran —concede al fin, girándose hacia su séquito. Las niñas lo siguen, arrastradas por un río de risitas y miradas furtivas.

Yo me quedo quieta, aun con el corazón latiendo demasiado rápido.

—¿No te agrada mi hermano? —pregunta cuando empezamos a caminar.

—Es más complicado que eso —respondo, recuperando la compostura—. Podría decirse que fue... el amor de otra vida.

Él me mira, confundido. No agrego nada más. El silencio nos acompaña hasta que la fuente aparece ante nosotros.

—¿Esto era lo que querías ver?

—Sí —digo con una sonrisa que me sale del alma—. Es mucho más hermosa de lo que imaginaba.

El mármol brilla bajo el sol; del cántaro de la estatua mana un hilo cristalino que llena el estanque. Las aves que nos acompañaban levantan vuelo de repente, y sus alas manchan de sombras el reflejo del cielo en el agua.

—Una lástima que se hayan ido —susurro—. Creo que este sería un mejor lugar para leer.

Él no responde. Yo lo miro, demasiado tiempo quizá. Sus ojos rojos parecen encenderse con la luz, como brasas escondidas. Son hermosos. Me sorprendo pensando que, si ya con ese cabello oscuro resulta tan llamativo, cuando llegue el día en que se torne rojo como la sangre y el fuego... será aún más imposible apartar la vista de él.

Mi corazón late con fuerza, y sé que debo hacer algo antes de perderlo por años o quizás para siempre.

—Cuando cumpla quince, ¿puede prometerme que vendrá a mi fiesta? —mi voz apenas tiembla—. Quiero bailar con su alteza.

El color de sus mejillas se intensifica hasta alcanzar casi el de sus ojos.

—Es... una invitación muy anticipada.

—Solo prométalo —digo, aferrando su mano. No aparto la mirada; me hundo en ese rojo como si pudiera grabarlo en mi memoria.

Él gira el rostro, tratando de ocultar la vergüenza.

—Lo prometo.

Cierro los dedos alrededor de su mano un instante más, sintiendo cómo me quema. Entonces la voz de mi abuela rompe el momento:

—Margareth, es hora de irnos.

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—No es justo que solo llevaran a Margareth —la voz de mi madre atraviesa la puerta—. Lizzy tiene el mismo derecho.

—Ya irá cuando aprenda modales —responde mi padre.

Camino de largo. No necesito escuchar más.

Unos días después, mi abuela parte al ducado. Me abrazo a ella con fuerza antes de despedirla. Promete escribirme, y me aferro a esas palabras como a un amuleto.

Los días se me iban entre mapas extendidos sobre la mesa, plumas manchando mis dedos y páginas que olían a tinta fresca. Me descubrí con una memoria insaciable: todo lo que leía se me quedaba grabado, como si mi mente fuera una esponja que no se sacia jamás.

—¿Otra vez leyendo? —Lizzy asomaba la cabeza por la puerta, con esa risita burlona que siempre anuncia travesura—. Vas a quedarte ciega, Margareth.

Rodaba los ojos, pero no soltaba el libro. A veces intentaba arrebatármelo, y yo terminaba refugiándome en un rincón del cuarto, protegiendo mis mapas como si fueran tesoros.

Una noche, mamá me sorprendió estudiando a escondidas, con la vela consumiéndose hasta la mitad.

—¿Qué haces despierta a estas horas? —preguntó, con ese tono que no sabía si era regaño o sorpresa.

Cerré el tomo de cartografía con cuidado.

—Solo estaba... repasando un poco.

Ella suspiró, negó con la cabeza y me quitó la vela, dejándome a oscuras. Pero no importó; al otro día ya había conseguido otra.

Y así seguí, devorando política, historia, etiquetas imposibles de memorizar... hasta que cada página se volvía un ladrillo para la fortaleza que estaba construyendo en silencio.

Una semana tras la visita al palacio, llega la invitación real.

—¿Compromiso? ¿Margareth con uno de los príncipes? —mi madre apenas logra esconder la amargura en su voz.

El rey asiente. Mi padre, reverente, contiene una sonrisa satisfecha.

—¿Y usted, señorita Margareth? —pregunta la reina.

—Será un honor, majestad —respondo, con una reverencia impecable.

Acepto con calma. Con el príncipe equivocado.

Pero no importa...

Aún tengo diez años para cambiar de prometido.

Aquel día no vi ni al príncipe Liam ni al príncipe Riven. La reina, sin embargo, dejó claro mi nuevo lugar: organizó de inmediato otra fiesta de té para presentarme oficialmente.

Ese fue el inicio de un entrenamiento implacable: protocolos infinitos, sonrisas medidas, vestidos que ocultaban hasta el tobillo como si fuera un crimen mostrarlo. Por fortuna, bailar aún no estaba prohibido.

Tiempo después comprendería el efecto de esa educación: la primera Margareth terminó aislada, incapaz de forjar amistades verdaderas. Yo debía aprender de ese error.

—Llevémonos bien —dice el príncipe Liam cuando por fin nos encontramos antes de la fiesta de té. Su tono es ligero, casi travieso, y en sus labios brilla una sonrisa que parece ensayada para desarmar corazones.

—Estoy contento de que seas mi prometida. Sin duda eres muy bonita.

Cuando Liam dijo aquello, mi cuerpo traicionó mi juicio. Los hoyuelos tiraron de mi sonrisa; el calor subió a las mejillas como si alguien encendiera una llama bajo la piel. Por un segundo fui como la primera Margareth: la que se rindió ante esa sonrisa bien puesta.

La voz adulta en mi cabeza pegó un tirón. No inventes, me reprendí. No puedes enamorarte de él.

Él sigue hablando, despreocupado.

Pero la imagen llegó sola, rápida y nítida: Imaginé un futuro hermoso andando de su mano. Soñé con un salón lleno de ojos, la música que no se detiene, su mano acomodándose en la mía mientras todos aplauden nuestra danza con envidia. Yo, distraída en esa hermosa ilusión, poco a poco me perdía. Los mapas se desdibujaban, las palabras aprendidas ya no estaban.

La posibilidad de perderme fue como un vacío en el estómago. Si me dejaba llevar, ¿qué quedaría de mi plan? ¿Me convertiría en una de las chicas del rebaño? ¿O acaso él me ve ahora diferente a como miró a la primera Margareth?

No puedo apostar en ello.

Me sorprendí apretando la taza hasta que los nudillos palidecieron.

El pensamiento me sacude. No sé si me halaga o me incomoda.

Sentí el sabor metálico del miedo en la boca, y me obligué a practicar la sonrisa perfecta en silencio, como una gran actriz de tv. Repetí en voz baja la orden que me funcionaba: espera. Observa. No cedas.

Lo único claro es que, a partir de hoy, seré la envidia —y quizá el blanco del odio— de todas sus admiradoras.

Y así, ese día me convertí en la joven más comentada de la corte... hasta que el escándalo del príncipe Riven estalló y eclipsó todo lo demás.

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