Había pasado un mes desde que Crono y su familia emprendieron el viaje. Los niños, emocionados, pero con el corazón apretado, se despedían de Isis y los orcos en el refugio. Sus caritas reflejaban una tristeza dulce, sabían que no verían a sus amigos por mucho tiempo, y para ellos, el tiempo que pasaron allí había pasado muy rápido.
Metis abrazaba a Boox con fuerza, sus pequeños bracitos apenas alcanzaban a rodear el cuello robusto del orco. Sus ojos brillaban con lágrimas que amenazaban por salir.
—No quiero dejarte, amigo… —susurró, enterrando el rostro en su piel áspera—. Te voy a extrañar mucho. Extraño cuando me llevabas a la cima de la montaña en tu lomo.
Boox gruñó suavemente, con una mezcla de tristeza y cariño en sus ojos negros. Aunque no hablaba, Metis lo entendía mejor que nadie.
Freya se acercó y acarició el pelo de su hija.
—Mi niña, ya te expliqué, Boox necesita estar con los suyos. Todos los seres vivos necesitan a su especie, o se mueren de soledad.
—¡Pero él no está