El aire helado de las montañas rozó la piel de Eris cuando el carro cruzó las últimas colinas. Había imaginado un lugar desolado, lleno de peligros y soledad, pero ante sus ojos se extendía una aldea organizada: casas de madera y piedra, senderos bien trazados y cultivos que observaba desde el carro. Incluso divisó un pequeño mercado bullicioso.
Al descender del carro custodiada por los hombres de Crono, observó a los orcos caminando junto a los humanos como si nada. No había hostilidad, pero tampoco camaradería. Era una coexistencia frágil y armoniosa. Sin embargo, el nerviosismo le atenazaba. No sabía cómo sería convivir con los orcos.
Eris observó cómo Isis, descendía del carro que venía detrás del suyo, y se dirigía hacia un grupo de mujeres curiosas que asomaban las cabezas para verlos llegar. Entre saludos y murmullos, la vio hablar con una de ellas, una mujer de complexión robusta, y ambas posaron la mirada en ella. Al notar que se acercaban, Eris bajó los ojos.
—Aquí trabajamo