54. LAS PÍLDORAS NEGRAS

 La nana me miró sorprendida por mi pregunta sin entender, asintiendo. Pero se apresuró a decir que ya había preparado la crema que solía hacer y que siempre le ha gustado a  Ilán. Y señaló la cazuela en el fogón.

—Perdone, pero Ilán quiere que le haga una que le preparé el día de nuestra boda; yo me comeré la suya, ¿de acuerdo? —pregunté con una sonrisa y vi como ella no se molestó.

—No te preocupes, hija. Dime qué lleva la tuya y la haremos juntas —ofreció Marina, dispuesta a ayudarme en todo—. Aquí tienes la sal.

—¿Rozada? —pregunté sorprendida.

—Sí, la trae la señora Amaya porque, según ella, es muy buena para la salud de Ilán —explicó Marina con naturalidad.

 Observé con recelo la extraña sal y expre
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