Richard Blackthorne se sentaba en la litera metálica de la celda con la misma rigidez con la que antes presidía juntas directivas. Su traje había sido reemplazado por un uniforme gris, y aunque su postura seguía erguida, las paredes desnudas parecían aplastarlo poco a poco. El olor a humedad, a sudor rancio y a hierro oxidado le recordaba cada minuto dónde estaba. La prisión no se parecía en nada a sus oficinas de mármol o a sus casas con ventanales interminables. Aquí no había alfombras persas ni whisky añejo, solo ruidos de cerrojos, gritos de otros internos y el eco implacable de su caída.
No podía aceptar que lo hubieran reducido a eso: un preso más entre muchos. El apellido Blackthorne ya no era un salvoconducto, ni un arma, ni siquiera un escudo. Era un peso muerto. Los guardias lo vigilaban con indiferencia; algunos hasta disfrutaban recordarle en voz baja las portadas de los periódicos, donde lo llamaban “El magnate corrupto” o “El patriarca caído”. Cada palabra escrita allá f