Callie se levantó antes del amanecer, con los músculos aún doloridos por los castigos del día anterior. El frío suelo de piedra le rozaba los pies, y aun así se movía en silencio, casi instintivamente, recogiendo cepillos, paños y pulimento. La tarea de hoy le había sido asignada personalmente por Darian: las habitaciones privadas, habitaciones destinadas solo para él. Un escalofrío le recorrió la espalda, a partes iguales de miedo y anticipación, al darse cuenta de que estaría sola, aunque no realmente sola. Él la estaría observando, siempre, el hilo invisible de su mirada atando sus movimientos.
El pasillo que conducía a las habitaciones privadas era estrecho, forrado con gruesos tapices que representaban siglos del legado del reino. Las manos de Callie temblaban al caminar, con los cepillos en precario equilibrio sobre sus brazos. Su mente no dejaba de remontarse al pequeño y oculto espacio donde había vislumbrado una carta de su hermana, abandonada en el caos de su captura. Una pu