5

El faraón llegó al palacio como una tormenta del desierto: inevitable y aterrador.

Neferet lo sintió antes de verlo. El aire mismo pareció cambiar cuando las puertas del Gran Salón se abrieron de par en par, y un silencio absoluto cayó sobre los cortesanos que hasta ese momento habían murmurado entre ellos como abejas inquietas. Incluso las antorchas parecieron parpadear con respeto, sus llamas inclinándose hacia el hombre que cruzaba el umbral con pasos que resonaban como el latido de un corazón ancestral.

Amenemheb III no era alto, pero su presencia llenaba el espacio como si hubiera crecido hasta tocar el techo pintado con estrellas doradas. Sus ojos, del mismo color miel que los de Amenhotep pero endurecidos por décadas de poder absoluto, barrieron la habitación con la precisión de un halcón evaluando su territorio. Cuando esa mirada se posó sobre Neferet, ella sintió como si el dios Thot mismo estuviera leyendo su alma en jeroglíficos invisibles.

—Acércate —ordenó, y su voz era el Nilo en crecida: profunda, poderosa, imposible de ignorar.

Neferet avanzó con pasos medidos, cada fibra de su ser consciente de que cientos de ojos la observaban, esperando el menor tropiezo, la más mínima muestra de debilidad. Había practicado la reverencia apropiada durante horas con las damas de compañía, pero ahora, bajo esa mirada que había visto el ascenso y la caída de reinos, cada movimiento le parecía torpe y calculado.

Se inclinó profundamente, tocando el suelo frío con las palmas de sus manos, y esperó.

—Levántate —dijo el faraón después de lo que parecieron siglos—. Quiero ver la cara de la mujer que ha conseguido que mi nieto abandone sus escapadas nocturnas.

Un murmullo apenas perceptible recorrió la sala. Neferet se irguió, manteniendo los ojos respetuosamente bajos, pero el faraón chasqueó la lengua con impaciencia.

—Mírame, niña. Los ojos son el espejo del ka, y no puedo juzgar un alma que se esconde detrás de pestañas tímidas.

Neferet alzó la vista y se encontró con una intensidad que la dejó sin aliento. Amenemheb la estudiaba como un escriba estudiaría un papiro antiguo, buscando significados ocultos entre las líneas.

—Dime —continuó el faraón, su voz ahora más suave pero no menos penetrante—, ¿qué opinas de la monarquía?

La pregunta cayó como una piedra en agua tranquila, creando ondas de shock visible entre los cortesanos. Lady Tiy, que había permanecido rígida junto al trono secundario, palideció hasta que su piel adquirió el color del marfil viejo. Merit, que había logrado colarse de nuevo en la ceremonia a pesar de su humillación reciente, sonrió con anticipación maliciosa.

Es una trampa, pensó Neferet, su mente corriendo como un caballo desbocado. Cualquier respuesta que dé será incorrecta.

Pero entonces recordó las palabras de su padre, susurradas en su lecho de muerte: "La verdad bien dicha nunca es traición, hija mía. Es valentía."

—Majestad —comenzó, y su voz sonó más firme de lo que se sentía—, creo que la monarquía es como el Nilo. Cuando fluye con justicia, fertiliza la tierra y da vida a todo Egipto. Pero cuando se estanca o se desborda sin control, puede destruir tanto como crear.

El silencio que siguió fue tan denso que Neferet pudo escuchar su propio corazón latiendo contra sus costillas. Lady Tiy había cerrado los ojos como si estuviera presenciando una ejecución, y varios cortesanos se habían alejado discretamente, como si la blasfemia fuera contagiosa.

Entonces, para sorpresa de todos, el faraón echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que resonó por todo el salón como el rugido de un león satisfecho.

—¡Por los dioses! —exclamó, golpeando su bastón ceremonial contra el suelo—. ¡Finalmente, alguien con agallas suficientes para hablarme como si fuera un hombre y no solo una estatua dorada!

Se acercó a Neferet con pasos sorprendentemente ágiles para su edad, y le tomó el mentón con dedos que, pese a estar adornados con anillos de oro, conservaban la dureza del guerrero que había sido en su juventud.

—Tienes la lengua afilada de un comerciante y los ojos de alguien que ha visto el mundo real más allá de estos muros pintados —murmuró, lo suficientemente bajo como para que solo ella pudiera escucharlo—. Quizás seas exactamente lo que este muchacho necesita.

Luego, alzando la voz para que toda la corte pudiera oír, declaró:

—Que comience la Ceremonia del Cáliz Sagrado. Es hora de que los dioses atestigüen esta unión.

La transformación del Gran Salón fue rápida y precisa, como si hubiera sido coreografiada por años de tradición. Los cortesanos se reorganizaron en un semicírculo perfecto, mientras los sacerdotes emergieron de las sombras llevando incienso que perfumó el aire con mirra y sándalo. En el centro, sobre un pedestal de obsidiana negra, fue colocado el cáliz sagrado: una copa de oro puro grabada con jeroglíficos tan antiguos que algunos decían que habían sido escritos por los dioses mismos.

Neferet ocupó su lugar junto a Amenhotep, quien había permanecido silencioso durante todo el encuentro con su abuelo. Cuando sus ojos se encontraron brevemente, ella vio algo que no había estado allí antes: una mezcla de orgullo y algo más profundo, más vulnerable. Como si la aprobación del faraón hubiera cambiado la forma en que él la veía.

El sumo sacerdote, un hombre tan delgado que parecía hecho de pergamino y huesos, alzó sus brazos al techo pintado.

—¡Oh, grandes dioses de Egipto! —entonó con una voz que parecía venir desde las profundidades de las pirámides—. ¡Sed testigos de esta unión sagrada! ¡Que Isis bendiga su amor, que Osiris proteja su hogar, y que Ra ilumine su camino!

Una joven sacerdotisa se acercó al cáliz con una jarra de vino tinto, el líquido cayendo con un sonido musical que resonó en el silencio ceremonial. Pero cuando Merit se adelantó con una pequeña ampolla de cristal, pretendiendo añadir las especias tradicionales, Neferet notó algo extraño en sus movimientos. Sus dedos temblaban, y sus ojos tenían el brillo febril de alguien que estaba a punto de cometer una locura.

No, pensó Neferet con claridad cristalina. No es nerviosismo. Es culpa.

Sin pensarlo dos veces, se adelantó y cerró su mano sobre la muñeca de Merit con fuerza suficiente para hacer que la otra mujer jadeara.

—¿Qué añades al vino sagrado, prima? —preguntó en voz alta, lo suficiente para que todos pudieran escuchar.

Merit intentó liberarse, pero los dedos de Neferet se cerraron como garras.

—Solo... solo las especias tradicionales —tartamudeó Merit, pero el sudor que había aparecido en su frente la traicionaba.

—Muéstranos —exigió Amenhotep, su voz cortante como una hoja recién forjada. En dos pasos estuvo junto a ellas, y su presencia hizo que Merit se encogiera como una flor marchita.

Con dedos temblorosos, Merit abrió la ampolla. El aroma que se elevó no era el de la canela y el cardamomo esperados, sino algo más amargo, más siniestro. Neferet no reconoció la hierba, pero la forma en que el sumo sacerdote palideció y retrocedió fue suficiente confirmación.

—Sácenla de mi vista —ordenó el faraón, su voz ahora fría como la piedra de una tumba—. Y que no vuelva a poner un pie en este palacio hasta que los dioses decidan perdonar su traición.

Merit fue arrastrada por los guardias, sus sollozos y protestas de inocencia perdiéndose en los ecos del salón. Pero Neferet apenas la escuchó. Su atención estaba fija en el cáliz, en el vino que ahora parecía tan rojo como la sangre, en el ritual que sellaría su destino de una forma que ningún decreto real podría igualar.

El sumo sacerdote vertió vino fresco en una copa nueva, y esta vez fue él mismo quien añadió las especias, cada movimiento vigilado por una docena de ojos. Cuando estuvo listo, alzó el cáliz hacia el techo.

—Que este vino una sus almas como el Nilo une la tierra —declaró, ofreciendo la copa primero a Amenhotep.

El príncipe la tomó con manos firmes, pero antes de beber, se inclinó hacia Neferet.

—Ahora eres mía ante los dioses —susurró, sus palabras apenas un aliento cálido contra su oído—. Y yo soy tuyo.

Bebió profundamente, luego le ofreció el cáliz. Neferet lo tomó, sintiendo el peso del oro, el peso de la tradición, el peso de un futuro que ya no le pertenecía completamente. Cuando el vino tocó sus labios, supo que algo fundamental había cambiado. Con cada sorbo, sentía como si su libertad se diluyera en el líquido sagrado, como si cada gota la atara más fuertemente a un destino que nunca había elegido.

Pero también sintió otra cosa: la mirada de Amenhotep sobre ella, intensa y posesiva, pero también protectora. Como si el ritual no solo la hubiera convertido en su prometida, sino en algo más precioso, más sagrado.

Cuando terminó de beber, la copa fue alzada hacia los dioses una última vez, y los cortesanos prorrumpieron en vítores que resonaron por todo el palacio.

Pero Neferet apenas los escuchó. Su mente ya estaba corriendo hacia las preguntas que habían quedado sin respuesta, hacia las sombras que habían aparecido la noche anterior, hacia los secretos que Amenhotep aún guardaba como un tesoro enterrado.

La ceremonia concluyó con bendiciones y felicitaciones, pero tan pronto como fue posible, Neferet se escabulló hacia los aposentos de Amenhotep. Lo encontró en su terraza privada, contemplando el Nilo como si las aguas pudieran revelarle secretos que las palabras no podían.

—Necesito respuestas —dijo sin preámbulos, su voz cortando el aire nocturno como una daga—. Sobre anoche. Sobre el cuchillo. Sobre todo.

Amenhotep no se volvió inmediatamente, pero ella vio cómo sus hombros se tensaron.

—¿Qué quieres saber exactamente?

—La figura encapuchada. El arma. La razón por la que actúas como si esperaras que alguien te clave una daga en la espalda en cualquier momento.

Finalmente, él se volvió, y en sus ojos había una mezcla de cansancio y algo que parecía peligrosamente cercano al miedo.

—La figura era un informante —dijo lentamente—. Alguien que me trae noticias de las conspiraciones que se tejen en los rincones oscuros de este palacio.

—¿Qué tipo de conspiraciones?

—El tipo que busca evitar que nuestra boda se celebre. El tipo que preferiría verme muerto antes que casado con la hija de un comerciante.

Neferet sintió un frío que no tenía nada que ver con la brisa nocturna.

—¿Y el cuchillo?

—Era para protegerte, no para amenazar a nadie —Amenhotep se acercó, su voz bajando hasta convertirse en un susurro urgente—. Alguien en este palacio quiere hacerte daño, Neferet. No sé quién, no sé exactamente por qué, pero los rumores llegan hasta mí como serpientes en la hierba.

Sin previo aviso, se desabrochó la túnica y la dejó caer hasta la cintura, revelando un torso marcado por cicatrices que hablaban de batallas y entrenamientos brutales. Pero fue una en particular la que captó la atención de Neferet: una línea irregular que corría desde su costado izquierdo hasta casi tocar su corazón.

—Esto —dijo, tocando la marca con dedos que temblaron ligeramente— me lo hicieron hace dos años. Un "accidente" durante una cacería. La flecha se desvió de su objetivo y casi me mata.

Neferet se acercó sin pensarlo, sus dedos trazando la cicatriz con una delicadeza que hizo que Amenhotep cerrara los ojos.

—¿Quién...?

—Nunca lo descubrí. Pero desde entonces, duermo con un cuchillo bajo la almohada y confío en muy pocas personas.

La piel bajo sus dedos era cálida y suave pese a las marcas, y Neferet se encontró explorando no solo la cicatriz sino el contorno de sus músculos, la forma en que su respiración se aceleraba bajo su toque. Cuando alzó la vista, encontró los ojos de Amenhotep fijos en ella con una intensidad que hizo que el aire entre ellos pareciera vibrar.

—Neferet —murmuró, y su nombre en sus labios sonó como una oración.

Ella no supo quién se movió primero, pero de repente estaban besándose con una desesperación que tenía sabor a vino sagrado y promesas rotas. Las manos de él se enredaron en su cabello, deshaciéndole el peinado elaborado que había llevado para la ceremonia, mientras que las de ella exploraban la extensión de su espalda, memorizando cada cicatriz, cada contorno.

Cuando los labios de Amenhotep se movieron hacia su cuello, Neferet sintió como si cada terminación nerviosa de su cuerpo hubiera despertado de un sueño profundo. Sus dedos encontraron los lazos de su vestido, y ella no protestó cuando comenzó a aflojarlos, revelando la piel que había permanecido oculta bajo seda y lino.

Pero justo cuando las manos de él comenzaron a explorar territorio prohibido, el sonido de pasos en el corredor los separó como si hubieran sido golpeados por un rayo.

—Mi príncipe —llegó la voz de un guardia desde el otro lado de la puerta—. Su alteza el rey lo espera en el salón del consejo. 

Esa noche, Neferet recibió un paquete sin remitente.

Dentro: una pulsera de oro con el nombre "Kiya" grabado. Y una nota: "Ella también creyó que la protegería. Pregúntale qué pasó con su hijo."

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