El silencio que siguió al ritual era tan denso que parecía sagrado. Las velas se consumían lentamente, y el humo formaba espirales que ascendían hacia lo alto de la cámara. Risa y Rhaziel permanecían en el centro del círculo, todavía unidos en un abrazo que ninguno de los dos quería soltar.
Las marcas en sus cuellos ardían suavemente, como brasas vivas, y en su interior el vínculo recién creado se desplegaba con la fuerza de un río desbordado. Risa cerró los ojos un instante y, al hacerlo, sintió algo imposible: el corazón de Rhaziel latiendo al mismo compás que el suyo. Sintió su cansancio, su alivio, su hambre de ella. Y no solo eso, también escuchó su voz en lo profundo de su mente, como un eco grave y cálido.
«Eres mía.»
Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. No eran palabras dichas en voz alta, sino un pensamiento compartido. Instintivamente, respondió con la misma certeza:
«Y tú eres mío.»
Rhaziel sonrió, mirándola con un fulgor en sus ojos dorados. La tomó del rostro y la