El patio del castillo de Aurelia era un escenario de devastación, un testimonio brutal de la guerra que consumía el Este. Las murallas, antes imponentes, estaban agrietadas, con pedazos de piedra esparcidos por el suelo, mezclándose con cuerpos de soldados y charcos de sangre. La fuente central, que alguna vez había manado agua cristalina, ahora era una ruina, su estatua de mármol reducida a escombros. El cielo arriba, teñido de rojo por las llamas de Aria, parecía sangrar, mientras el viento de Elysia aullaba, cargando cenizas y el olor metálico de la muerte. En el centro de ese infierno, dos titanes chocaban: Mastiff, el lobo negro del Norte, y Aureon, el lobo dorado del Este, sus formas inmensas dominando el patio como dioses enfurecidos.
Mastiff, con el flanco izquierdo desgarrado, sangraba profusamente, la sangre goteando de su boca y formando charcos oscuros en el suelo destrozado. El dolor era