Los aposentos estaban sumidos en una penumbra dorada, iluminados solo por la suave luz de las llamas que parpadeaban en los candelabros de hierro forjado. Ulrich permanecía inmóvil en el centro de la sala, desnudo como vino al mundo, los pies firmes sobre el mármol negro pulido, el cuerpo imponente, tenso y cubierto por una fina película de sudor. La piel bronceada resaltaba los contornos brutales de su musculatura: hombros anchos como murallas, pectorales esculpidos como piedra, el abdomen una hilera perfecta de músculos que parecían forjados en batalla.
La puerta se abrió sin un solo ruido.
Tres sirvientas entraron en silencio, vestidas con túnicas vaporosas en tonos marfil. Cada una llevaba un ánfora de oro ornamentada, de la que emanaba el aroma denso y adictivo de la Mirvale, transformada en aceite. Justo detrás de ellas, Isolde caminaba con su habitual elegancia r&ia