El amanecer se filtraba por las cortinas de seda cuando Khaled abrió los ojos. Extendió el brazo hacia el lado de Mariana, pero encontró las sábanas frías. Frunció el ceño, incorporándose. Era la tercera mañana consecutiva que despertaba solo. Algo estaba cambiando, podía sentirlo como una corriente subterránea, invisible pero poderosa.
Se levantó y caminó hacia el balcón. Desde allí, divisó a Mariana en los jardines, hablando por teléfono. Su lenguaje corporal delataba tensión: hombros rígidos, gestos nerviosos con la mano libre, miradas furtivas hacia el palacio. Cuando terminó la llamada, permaneció inmóvil, contemplando el horizonte con una expresión que Khaled no lograba descifrar desde la distancia.
—¿Qué escondes, Mariana? —murmuró para sí mismo.
Durante el