El amanecer se filtraba por los ventanales del despacho real, proyectando largas sombras sobre los documentos que Khaled había estado revisando durante toda la noche. No había dormido. No podía. Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de Mariana, sus ojos llenos de lágrimas cuando le confesó que lo amaba, a pesar de todo.
Khaled se levantó y caminó hacia la ventana. El desierto se extendía ante él, vasto e imponente, como el legado que cargaba sobre sus hombros. Un legado que ahora parecía pesar más que nunca.
—Mi señor —la voz de Farid interrumpió sus pensamientos—. El Consejo lo espera.
Khaled asintió sin voltearse. Sabía lo que vendría. Lo había estado posponiendo durante semanas, pero ya no podía seguir evitándolo.
—Diles que estaré con ellos en diez minutos.
Cuando Fari