El silencio del palacio a medianoche siempre había sido el refugio de Khaled. Mientras recorría los pasillos de mármol, sus pasos apenas audibles sobre la superficie pulida, sentía el peso del día deslizarse de sus hombros como gotas de agua. Las reuniones con el consejo, las negociaciones con inversores extranjeros y las interminables decisiones políticas quedaban atrás, al menos por unas horas.
Esta noche, sin embargo, el silencio no traía paz.
Khaled se detuvo frente a los ventanales que daban al jardín principal. La luna llena bañaba el paisaje con una luz plateada que transformaba las fuentes y los senderos en una visión casi onírica. Alzhar tenía noches como ningún otro lugar en el mundo: el cielo despejado, las estrellas brillantes como diamantes sobre terciopelo negro, y un silencio que parecía amplificar los pensamientos más íntimos.
Y sus pensamientos, últimamente, tenían nombre propio: Mariana.
Abrió las puertas de cristal y salió al jardín. El