El silencio nocturno del palacio se rompió con un grito desgarrador. Mariana despertó sobresaltada, con el corazón latiendo desbocado contra su pecho. Por un instante, desorientada, no reconoció su habitación en el ala este del palacio. Las cortinas de seda se mecían suavemente con la brisa del desierto que entraba por la ventana entreabierta, proyectando sombras danzantes sobre las paredes.
Otro grito, más agudo y desesperado, la hizo saltar de la cama. Era Sami.
Sin pensarlo dos veces, Mariana se calzó las pantuflas y corrió por el pasillo, su camisón de algodón ondeando tras ella como un fantasma blanco en la penumbra. La distancia hasta la habitación del pequeño nunca le había parecido tan larga. Las lámparas de aceite que iluminaban tenuemente el corredor proyectaban su sombra alargada sobre las alfombras persas mientras avanzaba presurosa.
Al llegar a la puerta de Sami, la encontró entreabierta. El llanto del niño se intensificaba, entrecortado por hipidos y palabras incomprensi