El sol de la tarde se filtraba por los ventanales del despacho privado de Khaled, proyectando largas sombras sobre los documentos esparcidos en su escritorio de caoba. Llevaba horas revisando contratos y propuestas comerciales, pero su mente, traicionera, se desviaba constantemente hacia pensamientos que no debería permitirse.
Frotó sus ojos cansados y se reclinó en el sillón de cuero. El silencio del palacio a esa hora resultaba casi opresivo. Todos sus asistentes se habían retirado, excepto Farid Al-Nazari, su consejero más antiguo y leal, quien permanecía de pie junto a la ventana, contemplando los jardines con expresión pensativa.
—Los representantes de la familia Al-Saud han confirmado su asistencia a la celebración del mes próximo —comentó Farid, rompiendo el silencio—. El príncipe traerá a su hija menor, Amira.
Khaled levantó la mirada, percibiendo de inmediato la intención tras aquellas palabras aparentemente casuales.
—Supongo que también vendrá con su esposo —respondió con t