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Capítulo 4. Quítale las manos de encima

La camioneta se detuvo a los pies de la hacienda Monteiro. Llovía a cántaros y todo apuntaba a que no cedería pronto, pero eso a Olivia no le importó. Bajó sin paraguas, empapándose enseguida. La tela blanca de su vestido ligero se pegó a su piel delgada. Con pasos firmes y labios temblorosos, subió las escaleras hasta la puerta principal.

Cuando entró, todo el mundo se quedó en silencio. Cenaban en el salón principal.

Nadie dijo nada, tampoco se movieron de su asiento. Fue como ver a un fantasma.

Entonces apareció Magda, erguida como un roble, con esa presencia que siempre había impuesto respeto y miedo. Y la enfrentó.

— ¿Qué demonios haces aquí?

Olivia apretó los puños.

— Usted… usted sabe la verdad. ¿Qué me hicieron?

— No sé de lo que está hablando.

— ¡Por supuesto que lo sabe! ¡Le exijo que…!

Antes de que pudiera terminar, una bofetada atravesó la mejilla de Olivia.

Todos ahogaron un jadeo de asombro.

Olivia alzó el rostro con ojos llorosos y una mano en la mejilla.

— ¡Tú a mí no me exiges nada! ¿Cómo te atreves? ¡Largo de mi casa!

— No, no hasta que me diga la verdad. ¿Tuvo que ver con todo esto? —Su voz se quebró—. ¡Respóndame! ¿Por qué estoy casada con ese hombre? ¿Por qué no recuerdo nada? ¿Por qué?

— Aquí la única verdad es que eres una cualquiera. Siempre lo supe. No esperaste ni a que el cuerpo de mi hijo se enfriara para demostrar quién eres en realidad.

Olivia negó.

— ¡Sabe que está mintiendo! ¡Yo amé a su hijo! ¡Yo amé a Dante con todo mi ser!

Magda soltó una carcajada amarga y, sin previo aviso, la tomó del brazo con fuerza.

— ¡Basta! No ensuciarás más el nombre de esta familia. ¡Largo de aquí!

La arrastró hacia la puerta, sin compasión. Olivia forcejeó, el cabello pegado al rostro por la tormenta, los pies resbalando en el mármol.

— ¡Suélteme! — sollozaba —. ¡Merezco una explicación!

Pero ella no escuchó. Abrió la puerta de par en par y la empujó a la calle, hacia la tormenta. Toda la familia Monteiro observó en silencio con cierto aspecto de crueldad en sus miradas.

Olivia cayó de rodillas sobre el suelo encharcado, empapada, la piel fría como hielo.

Fue entonces cuando otra camioneta se detuvo.

Cássio bajó, la lluvia empapando su camisa en segundos, y su mirada se encontró con la escena.

— ¡Basta! — gritó, acercándose a zancadas — Quítale las manos de encima.

Magda Monteiro esbozó una sonrisa.

— Asegúrate de que no vuelva a pisar mis tierras. Hicimos un trato.

Cássio apretó los puños, y fue cuando escuchó esa dulce voz.

— ¿Un… trato? — preguntó Olivia desde la tierra húmeda, con gesto confundido y mirada perdida, pero no hubo tiempo para respuestas.

Pasó demasiado rápido, demasiado cruel, pues cuando Olivia intentó ponerse de pie, un dolor punzante atravesó su vientre, y resbaló en las escaleras.

Cássio tuvo que actuar con demasiada rapidez para sostenerla en el aire, la pegó contra su pecho y la sacó de allí ajeno a las miradas de sorpresa que estaban sobre ellos.

Merda, Merda. Se dijo mientras caminaba a la camioneta, con el cuerpo de su esposa, casi inerte, entre sus brazos.

La colocó en el asiento del copiloto y le abrochó el cinturón. Cuando iba a darse la vuelta, la pequeña mano de su esposa se envolvió a la suya.

— Me duele… me… duele…

Él la miró sin comprender. ¿Qué le dolía?

Bajó la mirada a la altura de donde ella tenía su mano entonces lo vio.

Sangre.

Sangre bajando por sus piernas.

¿Qué carajos?

Rápido se subió detrás del volante y pisó el acelerador a fondo. La lluvia golpeaba con fuerza los cristales, impidiéndole ver con claridad a través de la noche, pero no redujo la velocidad hasta llegar a la hacienda.

Sin tiempo que perder, bajó del vehículo y tomó a Olivia entre sus brazos. Empujó la puerta de la casa grande con una patada y llamó con furia y desesperación.

— ¡Matilda! ¡Matilda, maldita sea!

Las empleadas dejaron todo lo que estaban haciendo, y observaron horrorizadas a la joven señora, con la sangre marcando un sendero en el suelo de madera. Algunas murmuraban plegarias al cielo, rogando que estuviese bien.

Cássio subió las escaleras de dos en dos, sosteniendo a Olivia como si se le fuera la vida en ello. Entró a la habitación y la depositó en la cama, con movimientos torpes pero cuidadosos.

Matilda apareció tras él, secándose las manos y con la cara pálida.

— Dios mío, Cássio, ¿Qué fue lo que pasó?

— ¡No lo sé! — gruñó, con los ojos encendidos —. ¡No lo sé, demonios!

La mujer se acercó a Olivia, apartó la tela empapada de su vestido y abrió los ojos, horrorizada.

— Necesito agua caliente. Y toallas, muchas toallas. ¡Rápido! — ordenó.

Cássio salió enseguida y pidió a gritos para que las sirvientas trajeran todo. En cuanto la puerta se cerró tras él, Olivia abrió los ojos con dificultad y aferró el brazo de Matilda.

— No lo deje entrar — suplicó con lágrimas y voz débil —. Se lo ruego…

Matilda la miró con compasión, con ese instinto maternal que aún conservaba.

— Dígame la verdad, señora… ¿hay… una criatura en su vientre? ¿Está embarazada?

Olivia tembló, incapaz de responder. Pero luego, con un nudo en la garganta, asintió, llorando.

Matilda suspiró hondo y le acarició la frente.

— Tranquila… todo va a estar bien.

Los pasos de Cássio resonaban en el pasillo. Matilda corrió a la puerta y lo detuvo con el cuerpo.

— ¿Qué diablos haces? ¡Déjame entrar!

— Está desnuda, no quiere que… entres.

Cássio apretó los puños, y furioso, se pasó la mano por el rostro.

— ¿Pero está bien?

— Sí, lo va a estar, es solo… un corte grande en su muslo. Pararé la sangre. Dame eso y fuera de aquí — le dijo la mujer con determinación.

Cássio exhaló, frustrado, pero terminó dando un paso hacia atrás.

Matilda lo miró como no lo había visto en mucho tiempo volvió a entrar. Al darse la vuelta, la escena la paralizó.

— Dios mío… — jadeó Matilda, corriendo hacia ella.

— Ayúdeme… — imploró Olivia —. Ayude a mi bebé…

Pero la vieja mujer lo supo al instante. Se inclinó, y al mirar, entendió que ya no había nada que hacer. Le temblaban las manos cuando negó despacio, con los ojos nublados de tristeza.

— Lo siento, niña… lo siento tanto…

Olivia se quedó helada. Sus ojos se llenaron de horror y de incredulidad. Lentamente, dejó caer la cabeza sobre la almohada, dejando que las lágrimas resbalaran silenciosas por sus mejillas.

Matilda tomó su mano, murmurando palabras de consuelo, aunque sabía que nada podía dárselo.

Pasó un rato hasta que Olivia habló, con voz apagada:

— Él no debe enterarse… jamás.

Matilda la miró con confusión.

— Esa criatura… no era suya, ¿verdad?

Olivia cerró los ojos con fuerza.

— Era de mi esposo. El primero. A ese hombre… yo, Dios… ni siquiera lo conozco. No sé cómo terminé casada con él. ¡No lo sé! ¡No recuerdo nada!

— Tranquilícese, por favor — le pidió la mujer, que seguía sin entender cómo es que aquel matrimonio se había llevado acabo si se notaba que allí no había amor.

Todavía recordaba con claridad la tarde en la que Cássio le había pedido que ordenara decorar el jardín para una boda.

— ¿Una boda? Pero… ¿Quién se casa? — le preguntó ella, confundida.

Cássio, que acababa de bajarse de su caballo, le respondió:

— Yo.    

La mujer rio, pensando que se trataba de un chiste, pero la seriedad del dueño de aquellas tierras la congeló.

— Dios, es en serio — dedujo Matilda —. Pero… ¿cómo que una boda, Cássio? ¿Quién es la novia?

— Eso no te importa, a nadie aquí le importa — especificó al darse cuenta de las miradas curiosas — Haz lo que te ordeno y punto. Dios, ¿desde cuándo debo yo dar explicaciones? — espetó, furioso, y entró a la casa grande.

Matilda sacudió la cabeza, volviendo su mente a la habitación, y miró a aquella muchacha.

— Prometa… que nunca va a enterarse.

— Puedo prometérselo, pero… pronto va a darse cuenta. Tuve que decirle que la sangre era por un corte en su pierna, así que… tarde o temprano descubrirá que no hay una herida.

Olivia la escuchó en silencio, hasta que vio un destello metálico sobre la veladora: unas tijeras. Sus ojos se clavaron en ellas.

Matilda la vio moverse y dio un paso atrás, horrorizada.

— Señora, pero… ¿Qué va a hacer?

Sin dudarlo, y apenas con la fuerza que le quedaba, Olivia se abrió la piel del muslo en una línea que enseguida comenzó a brotar un nuevo hilo de sangre.

— Ahora… ahora él no sospechará — dijo con voz queda. Las tijeras cayeron a un lado de la cama y sus ojos se cerraron de a poco, hundiéndola en la inconciencia.

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