Mundo ficciónIniciar sesiónLos pasillos de la mansión estaban desiertos. Cada uno de sus pasos resonaba en su cabeza más que en el mármol del suelo. Sigrid se vistió con el camisón de África y cubrió su cabeza con un velo para ocultar su rostro desfigurado, aunque sabía que a esas horas nadie debía verla. Aun así, el miedo a ser descubierta era más fuerte que cualquier lógica.
Finalmente, llegó ante la puerta y entró.
Tal como África lo había anunciado, la habitación estaba completamente a oscuras. No se distinguía nada.
Sigrid avanzó unos pasos y chocó con varios objetos que no lograba distinguir. Sus manos rozaron una superficie dura, quizá el respaldo de una silla o el borde de una mesa. No veía absolutamente nada; la oscuridad era tan cerrada que parecía material, como si pudiera tocarse.
En ese instante, una voz masculina emergió desde algún punto indescifrable del cuarto, profunda, áspera, cargada de autoridad. Era una voz tan grave e imponente que le erizó la piel al instante.
—¿Acaso no puedes entrar sin hacer tanto ruido? ¿Es necesario tanto escándalo? —dijo él, con evidente fastidio.
Sigrid se estremeció. Era la voz de Asherad.
—Lo siento.
Su voz, idéntica a la de África en timbre y entonación, no delataba nada extraño. Aquel era su único escudo. Sabía que no debía decir nada más. No debía intentar conversar, ni justificar su torpeza, ni extender una sola palabra que pudiera despertar sospechas. África había sido clara: silencio, sumisión, nada que pudiera llamar la atención del Alfa.
Con pasos inseguros, tanteando el espacio frente a ella, logró llegar hasta la cama. Se sentó primero y luego se recostó con rigidez, como si su cuerpo se hubiera vuelto de madera. El colchón cedió bajo su peso, pero ni siquiera ese pequeño detalle logró relajarse. La ansiedad le tensaba cada músculo.
No sabía qué hacer.
Sabía, en términos generales, qué se suponía que debía ocurrir, pero no cómo. África no le había dado explicaciones más allá de lo estrictamente necesario. Le había dicho que todo sería rápido, que él no buscaría cercanía ni afecto, que simplemente cumpliría con su deber. Pero Sigrid nunca había estado con un macho. Jamás. Aquello era un territorio completamente desconocido para ella.
Desde siempre había asumido que nunca se casaría, que jamás existiría un solo lobo capaz de mirarla con deseo o amor. Su rostro desfigurado había sido sentencia suficiente. A lo largo de su vida había escuchado insultos, risas, murmullos crueles. “Adefesio”, le decían. Decían que su apariencia causaba miedo, que verla era desagradable, que daba pesadillas.
Aquellas palabras se habían incrustado en su mente con la misma profundidad que las cicatrices en su piel. Nunca nadie se le había acercado con otro propósito que no fuera humillarla.
Por eso, ahora, tendida en la cama del Alfa, no tenía idea de cómo debía comportarse. No sabía si tenía que moverse, si debía decir algo, si debía esperar. No entendía cuál era el primer paso, ni cómo iniciarlo.
Asherad yacía de espaldas a ella, ocupando su lado de la cama con la mandíbula apretada. Cerró los ojos con fuerza y soltó un suspiro de fastidio. En su mente, la misma pregunta regresaba una y otra vez, como una tortura persistente: ¿hasta cuándo tendría que seguir haciendo aquello?
No quería acostarse con África. Cada noche en esa habitación le recordaba la cadena que llevaba al cuello, la obligación impuesta por su rango y por la tradición. No se trataba de deseo, era deber, simple y crudo deber. Cumplía porque era el Alfa, porque necesitaba un heredero, pero en su interior, la repulsión hacia aquella imposición crecía con cada encuentro.
Había tenido muchas hembras, lobas que había elegido por gusto, por atracción, por el simple placer de compartir piel y calor sin promesas ni ataduras. Ninguna había sido algo serio, pero al menos eran elecciones suyas. Con ellas había deseo, impulso, respuesta.
Con África, no había nada. Ni siquiera una chispa. Pensó, con una mueca amarga, que ni el más leve cosquilleo despertaba en él. Nada.
Anhelaba el momento en que África finalmente quedara embarazada, aunque fuera solo para obtener una tregua. Un respiro. Poder dejar de acudir, aunque fuera por un tiempo, a esa habitación que detestaba.
Quería irse. Quería perderse en los brazos de cualquier otra loba que sí lograra encenderle el cuerpo, que no fuera un recordatorio constante de que, incluso siendo Alfa, no era completamente libre.
Decidió terminar rápido, como siempre. Pensó en girarse, en hacer lo mínimo indispensable y acabar con aquello cuanto antes. Ya iba a darse la vuelta cuando, de pronto, algo cambió.
Un aroma. Uno infiltrándose en su respiración sin pedir permiso. Un olor a canela, una fragancia cálida y envolvente.
Inspiró otra vez, instintivamente.
Su cuerpo reaccionó antes de que su mente pudiera comprenderlo. La piel se le erizó de inmediato y un calor repentino comenzó a ascenderle por la espalda, extendiéndose hacia el pecho, el abdomen, y las extremidades.
Dentro de él, algo se agitó. Su lobo interior, que había permanecido en un estado de indiferencia casi hostil cada vez que entraba en esa habitación, se desperezó de golpe.
—¡Mate! ¡Mate!
El lobo interno de Asherad ya había tomado una decisión irrevocable. En lo más profundo de su conciencia, su instinto había reconocido a Sigrid como su mate.
Sin embargo, Asherad seguía convencido de que la hembra que yacía en su lecho era África. Esa contradicción lo sumió en una confusión sorda. Se preguntó fugazmente por qué, después de tantas noches compartidas con su esposa, aquel aroma aparecía recién ahora, con una intensidad que lo descolocaba y lo arrastraba hacia un impulso que no podía ni quería controlar. Algo no encajaba, pero no tenía espacio mental para detenerse a analizarlo.
Su lobo exigía. No quería explicaciones, no quería certezas, no quería lógica. Solo quería aparearse. Ese mandato instintivo se impuso con una violencia interna que Asherad no combatió. No podía hacerlo. La confusión quedó relegada a un segundo plano, enterrada bajo una marea de sensaciones físicas que le tensaron el cuerpo y le aceleraron la sangre.
Entonces, se giró completamente hacia Sigrid.
Ella percibió el movimiento. El colchón cedió bajo el peso del Alfa, y el miedo la atravesó. Recordó, palabra por palabra, las órdenes de África: que no reaccionara, que no hablara, que no se moviera más de lo estrictamente necesario. Recordó que debía permanecer pasiva, que todo debía ser rápido. Que no debía resultar evidente que no era ella.
De pronto, sintió que Asherad se posicionaba sobre su cuerpo y separaba sus piernas, en lo que el cuerpo de Sigrid se tensó de manera involuntaria. Era su primera vez. No tenía ninguna experiencia previa, ningún recuerdo al cual aferrarse para entender lo que estaba por suceder.
Asherad se inclinó de pronto hacia ella, acercó el rostro a su cuello y Sigrid sintió el roce de su aliento caliente contra la piel, y un estremecimiento le recorrió el cuerpo sin que pudiera evitarlo. El Alfa comenzó a olfatear con lentitud, primero la curva de su cuello, luego la línea de su hombro. Inhaló con profundidad, como si quisiera impregnarse de ese aroma, como si necesitara confirmarlo una y otra vez.
Después de varios minutos, Asherad centró finalmente su atención en su rostro. Lentamente, se asomó a los labios de Sigrid y la besó. Sigrid se quedó completamente rígida, paralizada por la sorpresa y el miedo, sin saber cómo reaccionar.
Cuando Asherad finalmente se apartó, rompió el silencio.
—No sabes besar —comentó.
Sigrid sintió cómo un calor repentino le subía por las mejillas. Sabía que en la penumbra Asherad no podía percibir su rubor, pero el calor se sentía real y la dejó aún más vulnerable ante él.
—Claro, como no acostumbramos besarnos, es normal que no sepas cómo hacerlo. Solo sigue mi ritmo. Solo sigue mis labios y déjate llevar.
No había margen de escape. Sigrid entendió que debía acatar. Lentamente comenzó a imitar los movimientos, esforzándose por sincronizarse con él.
Asherad no se limitó a los labios. Su boca descendió con precisión y determinación hacia su cuello, dejando marcas suaves, besos y mordidas que demostraban un deseo insaciable. Cada centímetro de la piel de Sigrid que tocaba parecía un estímulo que alimentaba su lobo interno. Su pecho, sus hombros, su aroma, todo era un encantamiento, un hechizo que lo consumía por completo.
—Me fascina tu aroma —susurró él.
Y, con ese pensamiento, volvió a sus labios, devorando cada instante, explorando con delicadeza y a la vez con un deseo que parecía no conocer límites. Sigrid se dejó llevar, insegura y temerosa, pero también incapaz de resistirse ante la potencia del Alfa.
Cada beso, cada roce la hacía sentirse atrapada, y al mismo tiempo, extrañamente viva, como si cada fibra de su ser despertara bajo la fuerza de aquel lobo que, sin saberlo, la había reconocido como su verdadera compañera.







