Cristina estaba en su oficina, sumida en el silencio metódico que solo se rompe con el pasar de las hojas y el suave roce de la pluma sobre el papel. El reloj, discreto pero insistente, marcaba el paso del tiempo. Faltaban pocos minutos para la hora de almorzar, y ella ya anticipaba el encuentro con Jessica, su amiga de años y confidente incondicional.
Frente a ella, una carpeta aguardaba su firma. Cristina la miró con atención, repasando por última vez los documentos. El peso de la responsabilidad caía sobre sus hombros, pero había aprendido a convivir con él: era parte de su vida, de su rutina diaria. Tomó la pluma, estampó su firma con decisión y cerró la carpeta. Suspiró, dejando escapar el aire como si con él se disipara también algo de la tensión acumulada durante la mañana.
Entonces, un suave golpeteo en la puerta la hizo volver al presente. Cristina levantó la mirada, su expresión serena y profesional. —Adelante —dijo con voz clara.
La puerta se abrió y Carmen, su secretaria,