El restaurante del hotel brillaba con lámparas de cristal que caían como cascadas sobre las mesas. Los meseros, impecables en sus trajes negros, caminaban con destreza entre los comensales. Cristina, elegantemente sencilla, entró de la mano de Isaac, seguida de Jessica. El niño, con los ojos brillantes, observaba todo con curiosidad.
Un mesero se inclinó amablemente.
—Bienvenidos, señoras. Síganme, por favor.
Los condujo hacia una mesa junto al ventanal. Desde allí, podían contemplar los jardines iluminados del hotel. Apenas se sentaron, les entregó las cartas con una sonrisa.
—Gracias —respondió Cristina, devolviéndole la sonrisa, aunque su corazón estaba lejos, atrapado en pensamientos de Rubén y de Elio.
Tras unos minutos de revisar, ordenaron carne asada, puré de papas y ensalada de pollo. El mesero tomó nota y se retiró.
Jessica miró a su alrededor con fascinación.
—Es hermoso este hotel, ¿no crees?
Cristina asintió, acomodándose un mechón detrás de la oreja.
—Sí… Rubén me dijo q