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Setenta y dos horas.

Tres días completos de mirar la pantalla de Chen, viendo el punto rojo parpadear en el mismo lugar de Moscú. Tres días sin mensajes. Sin llamadas. Sin señales de vida más allá de ese pulso digital que confirmaba que el rastreador—y presumiblemente Gabriel—seguía activo.

Tamara no había dormido más de dos horas seguidas. Cada vez que cerraba los ojos, veía el auto de Gabriel desapareciendo en la nieve. Cada vez que dormitaba, soñaba con Moscú, una ciudad que nunca había visitado pero que su mente poblaba con pesadillas.

Damián la había encontrado despierta a las tres de la madrugada del tercer día, mirando fijamente la pantalla como si la intensidad de su mirada pudiera traer a Gabriel a casa.

—Tienes que descansar —dijo, trayendo té que ella no bebería.

—¿Cómo? —preguntó Tamara sin apartar la vista del punto rojo—. ¿Cómo descanso sabiendo que está allá, solo, con ella?

—Confiando en que es tan inteligente como pensamos.

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