El aire se había congelado, no por la brisa matutina que se colaba por la ventana, sino por la presencia gélida de la madre de Ares. Lyanna se había incorporado tan rápido que un mechón de su cabello se le pegó a la frente húmeda.

—Señora Valerián… yo… no es lo que parece —balbuceó, con la cara roja hasta las orejas.

El intento de excusa se sentía patético, como una niña atrapada en una travesura.

La Sra. Valerián, una mujer alta y elegante con un abrigo de visón que parecía absorber toda la luz de la habitación, ni siquiera le dirigió la mirada.

Su atención estaba completamente fija en su hijo.

—¿Ares? —Su voz no era un grito, sino un murmullo cortante, cargado de decepción y acero.

Era mucho peor que cualquier alarido.

—¿Puedes explicarme esto? He venido directamente del aeropuerto para ver a mi nieto, que me dijeron que estaba herido, y te encuentro… ¿Así? ¿Con ella?

Ares se irguió en la cama, con los músculos tensos como el mármol.

La furia que sintió cuando creyó que Lena hab