EL LATIDO QUE ME QUEDA

Luna

La habitación estaba sumida en penumbras, apenas iluminada por el tenue resplandor de unas velas que proyectaban sombras danzantes sobre las paredes. Afuera, la tormenta azotaba con furia los ventanales del castillo, pero dentro, el silencio solo era interrumpido por la respiración pausada de Vladislav.

Me senté junto a su cama, observando cómo dormía. Su rostro, normalmente severo y dominante, ahora mostraba una vulnerabilidad que jamás le había visto. Las heridas de la batalla contra el clan Moroi habían sido profundas, incluso para un vampiro de su antigüedad. Tres días habían pasado desde que lo trajeron casi sin vida, con el pecho desgarrado y la piel más pálida de lo habitual.

Humedecí un paño con agua fresca y lo pasé suavemente por su frente. Sus párpados temblaron ligeramente.

—Sigues aquí —murmuró con voz ronca, sin abrir los ojos.

—No me he movido —respondí, ajustando las mantas sobre su torso desnudo—. Alguien tiene que asegurarse de que el gran Vladislav Vasiliev no
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