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3. ¿Qué esperanzas de vida son esas...?

POV. Emilia.

La cena termina y, tal como lo sentenció mi padre, las empleadas del servicio se retiran a dormir. Observo el desastre en la cocina y, aunque intento contenerme, un par de lágrimas se deslizan por mi rostro.

Detesto lavar los trastes. Comienzo por las ollas porque sé que los platos no sobrevivirán. Las copas ya han resbalado de mis manos, reduciéndose a pedazos.

Soy consciente del completo desastre que soy en la cocina, como si al tocar la loza mis manos se volvieran torpes e inservibles.

Mi padre lo sabe. Y esta es su manera de doblegarme.

Suspiro, mirando el montón de platos que aún quedan por lavar. Como castigo, él me ha sumado los de los empleados del servicio. El piso está empapado.

Quisiera sentarme a llorar, pero eso no solucionará nada y sí lo puede empeorar.

Es la una de la mañana y no avanzo. Mis manos están llenas de pequeños cortes, y mis uñas, antes cuidadas, se han quebrado por completo.

Todo es un desastre.

—Niña, ve por el trapero y seca mientras yo me encargo de esos platos. En unas horas no tendré en qué servir el desayuno y ya no hay gato al cual echarle la culpa — me dice Patricia, la empleada más antigua de la mansión.

Sin pensarlo, me lanzo a sus brazos.

Ella me abraza y me consuela. Es lo más parecido que he conocido a una madre en esta jaula de oro.

—Deja la lloradera, que te vas a ver fea — me dice con dulzura y su usual tono burlón, haciéndome sonreír.

—¿Qué voy a hacer? ¿Por qué me odia tanto? —pregunto entre sollozos.

—Él no te odia, solo es un hombre que no sabe de amor —responde Patricia, con voz suave, cargada de ternura.

Acaricia mi cabello, intentando reconfortarme. Conoce bien a mi padre: un hombre frío, autoritario. Y le duele por mí, como le duele por mis hermanos el trato que nos da.

Ella sabe que somos infelices. Pero mi querida viejita… ella no es nadie para enfrentarlo.

—Ahora muévete. No quiero que se despierte y me encuentre aquí porque, ahí sí, me pone de patitas en la calle y a ti te manda a lavar los platos de todo el vecindario —añade con una sonrisa.

Al terminar con el castigo, subo a mi habitación; es amplia, decorada como si realmente fuera una princesa amada por él. Pero sé que solo soy su moneda de cambio, a la que ha conservado para fortalecer su imperio.

Me doy un baño para relajarme y quitarme el olor a grasa que detesto. Luego me recuesto e intento dormir, pero la idea de no poder escapar de este lugar me aterra.

Me imagino casada a mis escasos 18 años, sometida a un hombre que podría ser igual o incluso más cruel que mi padre.

“¿Qué esperanzas de vida son esas...?”

Ese pensamiento me llena de temor. Me remuevo en la cama, incapaz de conciliar el sueño. Siento que el tiempo corre en mi contra y mi condena se acerca.

Sé que no puedo contar con mis hermanos. Los dos mayores le tienen pánico y el menor, con apenas 16 años, hace todo lo posible por no desafiarlo… por parecer invisible ante sus ojos.

Desesperada, me levanto y comienzo a caminar de un lado a otro, buscando una salida. No tengo acceso al teléfono de la casa para comunicarme con Chantall o Pamela.

No puedo resignarme a una vida miserable. Me acerco a la ventana de mi habitación y observo su portón rojo.

"Si al menos pudiera acercarme a la puerta, dejaría mi alma en esa carrera, huyendo con todas mis fuerzas." Pero no es más que un pensamiento tonto.

Mi habitación está en el tercer piso, justo frente a la puerta de mi verdugo.

La casa entera parece una prisión elegante: hombres de seguridad apostados en cada esquina, cámaras, cerraduras. Me siento atrapada, asfixiada. No hay escapatoria visible, pero me niego a aceptar este destino como definitivo.

Por un instante, un pensamiento oscuro me cruza la mente: "lanzarme por la ventana. Acabar con todo…"

Aprieto los puños con tanta fuerza que las uñas se clavan en mis palmas. Un sollozo se ahoga en mi garganta mientras me repito con rabia:

—No soy una cobarde. Tiene que haber otra salida. Tiene que haberla —susurro abrazándome a mi misma.

Chantall debe estar preocupada. Hay miles de dólares en juego, y ella no es de las que se quedan de brazos cruzados.

Espero que recurra a su amante… el rector del colegio. Ese hombre que, sin dudas, siempre le ha compartido información sobre mí.

La necesito. Más que nunca.

Añoro con el corazón que ella me ayude… Sabe que mi padre es un hombre intransigente, un troglodita de las cavernas que solo se escucha a si mismo.

No es la primera vez que me aísla del mundo, pero sí es la ocasión en la que el tirano ha tomado una decisión tan drástica sobre mi futuro.

Sé que la angustia de perder un negocio tan grande debe de estar sofocándola. Aunque la considero parte de mi familia, para ella sigo siendo un suculento negocio.

—¡Diosito, por favor, sálvame! —susurro, sintiéndome perdida.

Mis ojos están rojos de tanto llorar y mi nariz, irritada. Me había prometido no derramar ni una lágrima, pero con el paso de las horas mi fortaleza se ha ido resquebrajando.

—¡Mis sueños se han ido a la mierd@! —el llanto me ahoga mientras me prometo que huiré en la primera oportunidad que se presente.

—¡Maldit@ sea! —grito, ahogando el sonido contra la almohada—. Mi virginidad será tomada por un completo extraño, a cambio de nada y tal vez sin mi permiso. —Los sollozos me invaden y no puedo controlarlos mientras sigo ahogándolos contra la cama.

Según pude indagar con una de mis cuñadas, quien me tiene lástima, el hombre que me espera es un completo sádico con las mujeres.

Su anterior esposa murió en circunstancias confusas.

El panorama no puede ser peor.

Pero no le suplicaré a mi padre. Sé que sería inútil.

Solo le pido a Dios una cosa: "fuerzas para soportar y la oportunidad de ser libre algún día."

***

Llegamos al aeropuerto. Mi padre había planeado enviarme en su avión privado, pero en el último momento le informaron sobre una falla mecánica.

"Así que se le dañaron los planes al tirano de que me vean" pienso con ironía.

Ahora debemos tomar un vuelo comercial en primera clase, pero él ha reforzado, el número de hombres de seguridad que nos acompaña. Teme que intente escapar y arruine su negocio.

Porque eso es lo que represento para él: un negocio, una oportunidad para obtener privilegios dentro de las investigaciones que realiza la universidad.

Ruego en silencio por una oportunidad mientras camino por los pasillos, arrastrando las valijas, sintiendo que cada paso me acerca más a una jaula de la que temo no poder escapar jamás.

—Cambia esa cara, Ciara. Cualquiera pensaría que vas a un entierro —dice Macías, mi insoportable hermano mayor, con tono autoritario. De todos ellos, es el que más se parece a mi padre, tanto en carácter como en apariencia.

Lo fulmino con la mirada.

—Tú no estás entre las personas que pueden llamarme así —respondo, ofendida. Ese es el nombre que mi madre me dio, el que ella usaba con cariño para llamarme.

Macías da un paso hacia mí y me sujeta con fuerza por la quijada, obligándome a mirarlo.

—Escúchame bien, mocosa. Te llamaré como se me dé la gana. Al fin y al cabo, no eres nadie. Mi padre te vendió al primer imbécil que le ofreció algo por ti —escupe cada palabra con desprecio.

Siento una puñalada en el pecho. En el fondo, aún albergaba la absurda esperanza de que, a diferencia de mi padre, mi hermano al menos me tuviera un mínimo de cariño.

Pero no.

—¡Suéltame, imbécil! —gruño, con el orgullo herido—. De la misma forma que yo no soy nada, tú tampoco lo eres. ¿O se te olvida que te casaron con una vieja estéril?

El impacto llega antes de que pueda reaccionar. Un chasquido seco retumba en mis oídos y el mundo se vuelve borroso por un instante. Un ardor punzante me atraviesa la mejilla, extendiéndose como fuego bajo mi piel.

El sabor metálico de la sangre inunda mi boca, gruesa y caliente. Mi labio palpita con un dolor sordo, y cuando paso la lengua sobre él, siento la herida abierta, el líquido espeso escurriéndose lentamente hasta mi barbilla.

Mi respiración se entrecorta.

No es solo el dolor físico, es la humillación.

El ardor en mi rostro no es nada comparado con la rabia y la impotencia que me sacuden por dentro.

Los ojos de Macías brillan con desprecio, su mandíbula apretada en una mueca de superioridad asquerosa que me dicen todo: no soy nada para él.

Nunca lo he sido.

Pero lo peor no es la bofetada, sino lo que significa: la confirmación de que estoy sola en este infierno…

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