El bosque parecía no terminar nunca. Los árboles altos, con ramas retorcidas y hojas que crujían al viento, los acompañaron durante dos días y una noche de marcha constante. El frío de la madrugada mordía, y aunque los abrigos de pieles que Sahira había confeccionado los protegían, el cansancio se acumulaba en cada paso.
 Elías, cargando siempre el maletín con documentos, murmuraba entre dientes:
 —Prometo que cuando esto acabe, jamás volveré a caminar con tanto peso.
 Nala le lanzó una sonrisa burlona.
 —Si lo sueltas, entonces sí que todo nuestro sacrificio habrá sido en vano.
 Isadora, al frente, mantenía el paso firme. Había aprendido a medir cada movimiento, a no gastar más energía de la necesaria. Gabriel la seguía de cerca, atento a cualquier señal de peligro.
 La noche del segundo día, cuando la fatiga parecía vencerlos, llegaron a un claro. Allí, la espesura del bosque se abría, revelando a lo lejos un horizonte iluminado: las luces titilantes de la ciudad.
 Isadora se detuvo