El sol entraba tímidamente por las ventanas de madera de la cabaña, filtrándose entre las cortinas bordadas a mano. El aroma a pan recién horneado y café llenaba el aire. Por primera vez en doce días, Isadora despertó en una cama blanda, con sábanas limpias y un techo que no amenazaba con derrumbarse.
 Gabriel ya estaba de pie, conversando con el anciano en la cocina. Elías y Nala dormían aún, agotados, mientras Sahira revisaba sus armas improvisadas y las botas de cuero que había reforzado con los materiales de la cueva.
 La anciana entró a la sala con una sonrisa cálida.
 —Despierten, hijos, el desayuno está servido. Tienen que recuperar fuerzas, porque sé que pronto volverán al mundo de donde vienen.
 Isadora se levantó y, al ver la mesa llena de pan, leche tibia y fruta fresca, sintió una punzada en el pecho. Aquello era lo que siempre había soñado tener: un hogar sencillo, sin lujos, pero lleno de amor y cuidado.
 Mientras desayunaban, el anciano habló con tono grave.
 —Los recon