El eco de la última antorcha encendiéndose pareció despertar a la montaña. La cueva respiró con ellos, como si el aire antiguo —dormido durante décadas— regresara a la vida para mirar a sus nuevos dueños. Isadora dio un paso hacia el centro de la cámara, aún temblorosa por lo que había leído en la carta de su madre la noche anterior. A su alrededor, cofres vetustos, arcones con herrajes entumecidos por el óxido y cilindros de cuero atados con cordel esperaban manos que los comprendieran.
 —No es casualidad —murmuró—. No después de tantos años.
 Gabriel la observó con una mezcla de orgullo y cautela.
 —Aunque lo fuera, vamos a tratarlo como destino. Y el destino también se protege.
 Sahira avanzó primero, comprobando ángulos, oquedades, grietas, puntos de tiro imaginarios. La profesional que había librado guerras en corredores de hoteles y callejones sin nombre entendía mejor que nadie que los tesoros atraen desgracias. Nala y Elías se repartieron los cilindros de documentos. Elías, me