El cielo sobre Europa estaba despejado cuando el avión despegó de Bruselas rumbo a Liria del Norte. El interior de la aeronave parecía un santuario seguro: asientos tapizados en cuero, ventanales amplios y un silencio apenas roto por el motor. Sin embargo, nadie dentro estaba del todo tranquilo.
  Isadora, junto a Gabriel, mantenía la mirada fija en la ventana. Nala revisaba constantemente su equipo electrónico, y Elías tecleaba sin parar en su portátil, monitoreando señales externas. Sahira, la guardaespaldas, permanecía de pie en el pasillo, con los brazos cruzados, observando cada detalle como un halcón.
  —No bajemos la guardia —advirtió Sahira—. Amara no se rinde.
  Gabriel asintió.
  —Lo sé. Por eso todos debemos estar listos.
  Isadora apretó el broche en forma de lirio que llevaba en el pecho. Era el símbolo de sus padres, de su linaje, y ahora, la promesa de que nada la detendría en su camino a casa.
  Al cabo de una hora, Elías notó algo extraño en su pantalla.
  —Gabriel… h