Las luces de la mansión Leclerc estaban encendidas a medianoche. Amara se paseaba descalza por el salón, con una copa de vino a medio terminar en la mano. El eco de los noticieros aún resonaba en el aire: titulares que la señalaban a ella y a Damián como responsables de un fraude internacional.
—¡Malditos todos! —gritó, arrojando la copa contra la chimenea, que se hizo añicos en el suelo de mármol.
Damián apareció desde el estudio, con el rostro cansado y los ojos rojos por las noches en vela.
—Amara, tenemos que pensar. Están cerrándonos todas las puertas. Ni siquiera los contactos de Madrid quieren responder.
Ella lo miró con furia.
—¿Y qué propones? ¿Que nos quedemos sentados esperando a que Isadora nos destruya? ¡No! Si no nos ayudan los socios, encontraremos a quienes no teman ensuciarse las manos.
Damián comprendió enseguida a qué se refería. Aquello no era un simple contraataque legal; Amara estaba dispuesta a cruzar una línea aún más peligrosa.
Esa misma noche, en un d