La mañana amaneció serena, como si Bruselas quisiera regalarles una última caricia antes de dejarlos partir. Isadora observaba desde la ventana los tranvías que avanzaban con su lentitud acostumbrada, el humo de las panaderías escapando entre los techos de tejas y el canto lejano de un violinista callejero.
Gabriel entró con dos tazas de café. Le entregó una sin decir palabra. No necesitaban muchas frases esa mañana. Ambos sabían que el tiempo de paz estaba por terminar.
—Hoy salimos de Bruselas —dijo él finalmente, con una mirada que mezclaba nostalgia y determinación.
Isadora asintió.
A lo largo de la mañana, las maletas se fueron cerrando, los libros acomodados y las cartas guardadas. Sahira embalaba cuidadosamente los pequeños recuerdos que habían recolectado en galerías y mercados. Elías revisaba itinerarios con meticulosidad. Nala confirmaba los dispositivos de comunicación y rastreo. El Círculo I volvía a ponerse en marcha.
El auto que los llevaría al aeropuerto llegó punt