La lluvia caía con suavidad sobre los ventanales del apartamento alquilado por el Círculo I en el barrio de Ixelles, uno de los más tranquilos de Bruselas. El día posterior a su discurso, Isadora se despertó con el sonido acompasado del agua golpeando el vidrio, como si el cielo también necesitara llorar lo que había pasado.
Se sentó en la cama, con el cabello suelto y una manta ligera cubriéndole los hombros. No había sueño de gloria en su mirada. Solo cansancio. El tipo de agotamiento que llega no por el esfuerzo físico, sino por la carga emocional que deja el acto de abrir heridas frente al mundo.
En la cocina, Nala preparaba café mientras revisaba mensajes cifrados en una tableta. Pero ese día, todo parecía distinto. Aunque el trabajo no se detenía, el ritmo había bajado, como si todos comprendieran que Isadora necesitaba respirar.
—¡Buenos días! —dijo Nala, con una sonrisa más cálida que de costumbre—. Te dejé el desayuno listo: pan integral, frutas y un poco de yogur. Nada de