El día amaneció despejado en Bruselas, con una brisa suave que acariciaba los jardines públicos y llenaba el aire de los aromas frescos del mercado matinal. Isadora se despertó sin prisa, con el cuerpo relajado por primera vez en semanas. No había sueños confusos ni pesadillas recurrentes. Solo el murmullo del viento filtrándose por las ventanas abiertas.
Se preparó un té de lavanda y jazmín, y salió al jardín interior del apartamento. Vestida con un cómodo conjunto de lino claro y el cabello recogido de forma descuidada, disfrutaba del silencio. La rutina en Bruselas se había vuelto una especie de refugio. Las caminatas por los callejones empedrados, los desayunos tranquilos con Nala y Sahira, las tardes de lectura con Elías… le habían devuelto algo que creía perdido: el sentido de hogar.
Pero esa mañana tenía algo distinto, una sensación. Un presentimiento leve, casi un cosquilleo en la nuca. No era temor, sino anticipación.
A media mañana, cuando regresó de una breve caminata