Amanecía en la costa suiza. El sol acariciaba el lago como si derramara hilos de seda dorada sobre el agua. Era un día cualquiera en la agenda de diplomáticos, inversores y magnates… excepto para Isadora.
Porque ese día, Gabriel Belmont había decidido que ella dejaría de entrenar, rastrear o planear.
—Hoy no hay jaqueos, ni boxeo, ni ejercicios mentales —le dijo en la mañana, al servirle una taza de café negro—. Hoy... celebras.
Isadora lo miró, confundida. —¿Celebrar qué?
—Que estás viva. Estás reconstruida. Y estás a punto de cambiar el mundo. ¿No crees que eso merece una pausa?
Ella esbozó una media sonrisa. —¿Tú tomas pausas?
—No. Pero por ti… hago excepciones, Sonrió Gabriel
A las diez en punto, un auto blindado los esperaba frente al embarcadero. Al abrir la puerta, Isadora encontró una caja negra de terciopelo. Dentro, un vestido de seda color vino, de corte asimétrico y espalda descubierta.
—¿De quién es esto? —preguntó, levantando una ceja.
—Es tuyo. Diseñado exclusivamente