La invitación llegó en sobres lacrados, sin remitente. Solo una flor de loto dorada estampada en relieve y una hora precisa: 9 PM, terraza del I-88, edificio más alto del país, recién inaugurado y envuelto en misterio.
Los rumores corrieron como pólvora.
Se decía que el anfitrión era Gabriel Belmont, el magnate europeo que nunca concedía entrevistas, el hombre que susurraba en la oreja de presidentes, directores bancarios y miembros de la realeza.
Pero lo que nadie sabía… era que esa noche no sería para ellos. Sino para ella.
Isadora observaba su reflejo en el gran espejo de la suite presidencial del I-88.
Su vestido era negro, ceñido al cuerpo, con una abertura lateral que sugería poder y elegancia. Sobre su rostro, una delicada máscara dorada, diseñada por artesanos venecianos, le cubría media cara. ella era una diosa oculta. Una reina sin corona.
—¿Estás lista? —preguntó Gabriel, entrando en la habitación con un esmoquin a medida y una sonrisa serena.
Isadora lo miró con det