Oscuridad.
No la misma del Subsuelo.
Esta era más densa, más suave. Más… cálida.
Isadora flotaba en un limbo entre el sueño y la muerte. El cuerpo le dolía como si hubiera sido golpeada por un tren, pero había algo que lo hacía distinto: no era dolor de tortura, era dolor de sobreviviente.
Escuchó un pitido tenue. Algo parecido a una máquina de hospital. El olor a yodo y a ropa limpia le confirmó que no estaba en una celda. Ni en una ambulancia. Ni en la morgue.
Estaba viva. Y alguien la había salvado.
Abrió los ojos lentamente.
Una habitación blanca. Ventanas con cortinas gruesas. Unos sensores conectados a su brazo. El sol filtrándose por la rendija.
Y una figura masculina sentada a su lado, con un libro entre las manos.
Al principio, pensó que era una alucinación.
Pero cuando él alzó la mirada y la vio despertar, sonrió con un susurro:
—Bienvenida de vuelta, Isadora Morel.
Ella intentó moverse, pero una punzada le atravesó el costado.
—Shh —él se inclinó, calmado—.