La madrugada cayó como un manto de luto sobre Santa Lucía. Desde su celda sin nombre, Isadora sentía que el aire se volvía más espeso, como si la prisión misma presintiera que algo estaba por estallar.
No dormía.
No podía.
Las palabras de Silvana seguían repitiéndose en su cabeza: “No despertarás.”
Sabía lo que eso significaba. La jeringa. El apagón médico. El informe falso.
Silvana había decidido matarla… oficialmente por “colapso mental y suicidio inducido”.
Y lo haría pronto.
Muy pronto.
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Pero esa misma noche, en el pabellón superior, Greta Morales se vestía con la sangre fría de quien está a punto de incendiar el infierno.
—Elías dijo que mañana es el límite. Si no sacamos la prueba, la periodista extranjera se va del país —susurró al oído de Nala.
—¿Y cómo vamos a hacerlo? ¿Nos van a dejar salir con una carta en el bolsillo?
—No. Pero nos van a dejar salir con el basurero.
Nala frunció el ceño.
—¿Qué?
—Ya lo verás.
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A las 4:36 a.m., Greta a