El cuerpo humano puede acostumbrarse al dolor.
A la miseria.
A la oscuridad.
Pero lo que nunca debe acostumbrarse es al silencio de la injusticia.
Y eso… Isadora lo tenía claro.
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El plan de Leónidas era simple, pero peligroso: exponer a una de las tres guardianas compradas por Amara sin dejar rastros que pudieran llevar a él o a los que aún intentaban protegerla.
La primera en la lista era Ofelia, una mujer robusta, de ojos pequeños y fríos, que tenía control sobre la seguridad del pabellón B. Su lealtad estaba vendida por billetes, no por deber. Silvana la usaba como ejecutora cuando no quería ensuciarse las manos.
Ofelia era despiadada.
Y predecible.
Su debilidad era el poder. Le gustaba humillar a las reclusas delante de las demás. Su lenguaje preferido era la intimidación. Y por las noches, se jactaba de lo que hacía, creyendo que nadie más escuchaba.
Pero los muros, como Isadora ya sabía, hablaban.
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—¿Estás segura de esto? —preguntó Nala una noche,