El frío se había adherido a su piel como una segunda capa. Ya no lo sentía con la misma violencia que al principio, pero estaba ahí. Como un susurro constante que le recordaba dónde estaba… y por qué.
Isadora llevaba tres días de regreso en su celda del pabellón B.
Había salido del aislamiento más flaca, con las ojeras hundidas y la mirada afilada. Las otras reclusas notaron el cambio, pero ninguna se atrevió a preguntarle qué había pasado. Ni siquiera Nala.
Porque la respuesta no estaba en las palabras. Estaba en sus ojos.
Isadora había sobrevivido al infierno de Silvana.
Y había regresado más peligrosa que nunca.
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Desde su litera, podía escuchar las conversaciones que se filtraban a través de las paredes del módulo. Las celdas parecían respirar por los resquicios del concreto. A través de los tubos, los ductos oxidados, los retretes, las rejillas del techo… viajaban las voces de otras mujeres, las otras condenadas que, como ella, vivían en las grietas del sistema.