El sonido de los barrotes cerrándose a sus espaldas fue más aterrador que cualquier grito. Era un sonido seco, metálico, definitivo. Como si el mundo acabara en ese punto exacto.
Isadora respiró hondo mientras las luces parpadeantes del pasillo dejaban ver los rostros indiferentes de los custodios. Nadie la miraba con compasión. Nadie la acompañó. La lanzaron a su nueva celda como a una cosa, un número más en los registros.
—43-B. Bienvenida a tu verdadero hogar —gruñó una de las guardias antes de marcharse.
Isadora se sentó en el catre oxidado. La celda no era más grande que un vestidor. Las paredes tenían moho, el colchón estaba desgarrado y en una esquina había un pequeño lavabo cubierto de sarro. El olor a encierro y humedad la envolvió de inmediato. Pero esta vez… no se inmutó.
Ya no lloraba.
Ya no suplicaba.
El frío de la celda no venía solo del clima. Venía del alma. Y ella ya lo conocía bien.
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La primera noche fue una lección en silencio.
Isadora no durmió