El sol entró por las rendijas de madera de la cabaña, iluminando los rostros aún adormecidos. Los ancianos se levantaron temprano para preparar pan caliente y café, mientras el séquito de Isadora comentaba con entusiasmo lo ocurrido en la cueva la noche anterior.
 Nala, incapaz de contener la emoción, se lo contaba una y otra vez a la abuela:
 —¡Se arrodilló, con un anillo precioso! ¡Y ella dijo que sí! Fue como un sueño, un momento mágico en medio del bosque.
 La anciana reía, secándose las lágrimas de alegría.
 —Sabía que esa muchacha encontraría alguien que le devolviera el brillo en los ojos.
 Isadora bajó las escaleras poco después, aún con el anillo en su dedo. No intentaba ocultarlo: al contrario, lo mostraba con naturalidad, como si el diamante brillara tanto como su corazón. Gabriel descendió tras ella, y los viejitos lo abrazaron como si ya fuese parte de la familia.
 Lo que había sucedido en la cueva debía ser, en teoría, algo íntimo, pero el júbilo del séquito lo hizo imp