Los días después del compromiso fueron una mezcla de calma y expectativa. Isadora había repetido en varias ocasiones que deseaba una boda sencilla, íntima, sin lujos exagerados.
 —No quiero fastos ni coronas de oro —decía con serenidad mientras compartía la mesa con Gabriel, Nala y Elías—. Solo quiero estar rodeada de quienes me han acompañado en el camino. Mi pueblo, mi gente. Que sea un día de unión, no de espectáculo.
 Gabriel, que la conocía en profundidad, le sonrió con dulzura.
 —Eso es lo que te hace distinta. Pero sospecho que algunos no van a dejar que tu boda sea tan pequeña como imaginas.
 Ella lo miró intrigada, sin sospechar lo que se cocinaba a sus espaldas.
 Mientras Isadora hablaba de sencillez, los diplomáticos de Liria y representantes del pueblo conspiraban con complicidad. En reuniones discretas, organizaban lo que ellos consideraban la boda que la Condesa merecía: un evento a lo grande, digno de la historia que había sobrevivido.
 —No puede ser una ceremonia común